Por un siglo de secuelas

Las secuelas en la literatura suelen tener una recepción fría. Y parecería que el escépticismo al que nos confrontan no se agota pese a los múltiples contraejemplos que la historia ha sabido procurarnos -o que los escritores prodigiosos en su ceguera, se han negado a admitir como verdad-. Muchos contratiempos del espacio y la recepción, pero sobretodo en la forma, nos documentan la existencia de un arte serializado en que la secuencia es inevitable. El folletín y sus restricciones nos sugieren de inmediato una obra menor, mas algunos se cuentan no por su número de letras sino por sus recursos inmortales. Y es que lo serializado, lo contínuo, es percibido como un arte popular. Desde ahí los prejuicios del intelectual se acumularán sin defecto.

Una cantidad importante de textos canónicos participaron de la secuela o de su tentación. Los hermanos Karamazov fue una obra concebida como la opertura a una trilogía, que nunca llegó a realizarse por la muerte de su autor. Las almas muertas un texto de por sí inconcluso, pensaba reproducir los episodios de la Divina Comedia en forma de novelas narrando la época de Gogol. Robinson Crusoe si tuvo la desdicha de engendrar una segunda parte, mas la tercera que desestimaba el célebre episodio de la  isla, volviéndolo un sueño, nunca fue redactada. ¿Debemos hablar de los novelistas indiscutibles que si lograron la fama a través de la multiplicación de su obra? Balzac es un practicante féroz de la novela serializada, y nosotros de habla hispana no podemos sino recordar que el Quijote de Cervantes es célebre por su segunda parte. ¿Se dan cuenta que el término crítico de este libro busca perpetuar la unidad del Quijote como desestimando el concepto de secuela en sí? Debemos decir, la secuela del Quijote y no cosas como “el segundo Quijote” o “segunda pate”. No iremos al extremo de decir el Quijote 2, el término es demasiado anacrónico.

Hay que reconocer no solo que la secuela existe sino borrar su estigma de que toda secuela es peor que el original. Todos hemos compartido y consentido el mito que acabo de enunciar, no es menos consabido que ese que dice que “el libro es siempre mejor que la película”. Ambos, por supuesto, son simples supersticiones. ¡Y lo sabemos! Con nuestra necia insistencia, repitiendo estos dichos como un rezo devoto, tratamos de obrar como hechiceros y volver estas frases reales. No importa su valor general, deseamos que en nuestra experiencia personal sean ciertas, no sé si por pereza intelecutal o por simple ortodoxia. ¿Sirve que insista en su valor de mentiras? Creo que es inútil porque incluso en los circulos populares se aceptan estas frases con felicidad. Temo que somos los intelectuales baratos que debemos restituir su brillo a la adaptación y a la secuela, es una tarea demasiado rebuscada para esperar que la cultura lo adopte nomás así.

Me remito a ejemplos populares pues sabemos tratarlos sin reverencia. En el melodrama goza de la unidad absoluta, su longitud se incrementa en la peripecia y niega el caracter episódico que podemos remitir a la secuela. Esta unidad ni ayuda ni arruina su formato, es una contingencia indiferente en lo que a la calidad de la narración respecto. Muchos critican lo ilimitado de esta continuidad, sin dudar en inflingir ese mismo hechizo al Quijote, por ejemplo. Entretanto, los juegos de video han logrado engendrar dinastías que se numeran, y constituyen así un canon digno del fanatismo religioso. Ya hablé de Super Mario Bros 3, pero tenemos ejemplos como Resident Evil en que los juegos difieren absolutamente entre sí, y que se deben sacar secuelas alternas para conjugar dos tipos de juegos contradictorios bajo una étiqueta reconocible -el simple título Resident Evil-. La unidad en el tiempo es discreta, pero la continuidad se figura indispensable. El ejercicio de lo infinito y la continuidad también se reconocen en el tiempo del comic gringo.

Es un vistazo breve hallamos fuertes evidencias que identifican la secuela con algo real y a la vez problemático. La continuidad, la unidad y lo episódico no son hechizos irreversibles que traten de la calidad o la dignidad de obra alguna. Entiendo que en lo íntimo lo admitimos, pero en público el pudor o la ortodoxia oculta nuestras preferencias. No es tan trágico un número dos, que los sicologismos unitarios no sigan difamando esta simple secuencialidad.

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