Derecho a la incoherencia

Estas entradas son un ejercicio verbal no tanto de pensamiento o coherencia sino de ritmo. La literatura cuando uno la dosa sabiamente se restituye un derecho a la incoherencia, el pensamiento se desestima si no alcanza perfección en la forma que debe corresponderle. Buscamos una métrica en la frase, un ir y venir en los conceptos, una lírica irremediable en cada final. Todo esto sabría volverse una triste receta que sin duda nos resultaría precaria.

La mayoría de los lectores que conozco creció aceptando una formalidad de facto en la palabra escrita, la aborda siempre en su linearidad limitada que es tan solo una de sus facetas posibles, pero debido a esta imposición el ritmo nos parece aún más necesario en cualquier género que se practique. Tomo el ejemplo de los juegos de video, en ellos existe la posibilidad técnica de una narración divergente, sería aquella que al tomar el jugador cierto camino o determinada decisión lo guiaría por caminos inciertos e inconexos. Por supuesto, el  juego también es simulación y el recurso de las decisiones requiere una estructura narrativa muy particular, si nos remitimos a los hechos una cantidad mayoritaria de la ficción se define con respecto a una linearidad irrefutable. Y en un juego cuando se percibe la linearidad hallamos también el aprendizaje: el creador de juegos se asegura de que todas las modalidades necesarias para que el jugador triunfe (con un mínimo admisible de frustración) están al alcance de su mano. Vemos aquí que la estructura lineal es toda de cadencia, no es menos précisa y necesaria que una canción pues estas mareas narrativas (decido llamarlas así, su coherencia es más secuencial que verdaderamente de relato) nos ayudan a absorber la información. Esto es bueno a fuerza de ser bello, lo entendemos por su estructura correcta y medida, su poesía es un aspecto necesario a la pedagogía que sugiere.

Por supuesto, quien ha experimentado la certitud de la belleza entiende que puede aturdir. Mi tarea creativa es reiterativa, alínea frases una tras otra buscando alguna rara perfección. Existe quien adosa esta experiencia en el silencio, no creo equivocarme al juzgar que ese excesivo pudor es a su modo la muerte del arte. Sin un exceso de textos a ritmo que escuchar nuestro “oído” ya no escruta cada frase como debe. Dicen que en el siglo de Oro español un aficionado del teatro distinguía cada metro sin esfuerzo, se le volvía una suerte de segunda naturaleza al punto que este elemento formaba verdadera parte de la narración. Así es como un experto en videojuegos logra guiarse, ya sabe por la música o el tiempo exacto de cada uno de sus gestos cuál consecuencia favorable tendrá el comando que le propone a la máquina. Hay narrativas más allá de lo que cualquier medio nos provoca, un verdadero escritor se debe conocer por lo menos el potencial de estas aunque se encuentre incapaz de imponerlas al lector cualesquiera. Escribimos entre líneas y no solo en un semantismo estéril, también son de poesía las palabras que a la pluma hemos de prestarle.

A fuerza de ritmos, repeticiones y ecos vamos violentando estructuras que otrora entendimos rígidas. Casi cualquiera sabe errar en los excesos y nuestra pluma primitiva persigue una economía antes que nada. Se sabe que algunas paginas de los grandes novelistas son prodigiosas y un análisis revela sus logros en lo técnico. Solo que la forma corta no responde a estos azares, siempre desentona en cierto momento pues no hay modalidad perfecta en ella, así es como los haikai, los sonetos o los cuartetos siguen ejerciendo un magnetismo indefectible en un número de poetas.

El ritmo somos también nosotros que nos resistimos a la página perfecta pues su esencia nos violenta. Es más cansado atravesar cuatro versos hermosos que conquistar, por ejemplo, esta entrada. Y tampoco estoy diciendo que me empeño en ser fácil de leer.

Más o menos vengo de explicar que es todo lo contrario.