Es indispensable para un hombre intelectualmente honesto sortear su desinterés en las muchas cosas que de esta vida valen la pena. El hombre de letras tiene una dificultad más, su presunto dominio del lenguaje lo enfrenta a la exigencia de evitar los métodos fáciles de la excusa o el engaño, de regatear palabras y finalmente forzarse a hablar de algo bajo la pretensa de que es importante (aunque no nos importe).
Los medios de difusión masiva tienen como función establecer lo relevante, el periodista como vocación barajear este esquema (o si su moral se lo dicta -hehe-, consolidarlo) y el hombre de letras violentar aún estos formatos convencionales para reinventar la realidad. Sin un mínimo de reinvención estamos en la crónica o en el comentario, lo que puede considerarse un arte escrito, pero su dependencia en su contexto le niega la facilidad nuclear que uno espera de una “obra”. En fin, hay guerras de contexto que son propias a cada género, lo fundamental es el objeto de la ficción: no nos importa que el poeta ame, importa que el texto comunique amor. ¿Entonces para qué ser honestos?
Debemos admitir que la sinceridad es una escuela literaria, muchos la obran al momento de leer y otros juran por su valor redaccional. A mi entender el problema no es llano, las sutilezas del lenguaje son una metodología que no sabría comparecer ante la analogía directa entre texto y filosofía. Creer que uno utiliza un método para escribir no es en lo estricto practicarlo, creer saber y conocer se hallan a inmensas distancias. Así pues, aún entre los que rinden culto a la verdad todo difiere. Escribir es comunicar y no propiamente un rezo que se dedica a la veracidad. La honestidad intelectual por otro lado, es un factor crítico del diálogo, su efecto en la comunicación va cargado de sobreentendidos y, curiosamente, se relaciona con la “inmortalidad” literaria.
No soy de los que exigen el conocimiento, la verdad tiene su lugar entre mis herramientas pero no me arrodillo ante ella. Por otro lado, entiendo que la verdad, como objeto exterior y siempre ajeno, no se transforma al comunicar. Que yo diga que lo hermoso es feo, lo transforma en el espacio de mi discurso (que es un sitio con su propia realidad ¿no?), sin violentar su realidad en mi espacio. El lenguaje nos exocisa en algún sitio… Pero no donde quisiéramos. No corregimos la verdad por hablar, aunque actuemos sobre ella, nuestra relación con ella es indirecta. En esta lógica, recibir una respuesta verdadera de un hombre ruin no la vuelve una desgracia. Y sin embargo, en el espacio de la literatura el artista es en algo ejemplar, formamos una barrera implacable ante las vidas que deploramos y más bien haría a una obra el anonimato que ligarla a un hombre despiadado.
Cuando uno es honesto en su discurso no se posiciona encima de otros, implica con su voz que nuestra materia es falible. Desde ese sitio permitimos el error al autor, ya no es la figura de autoridad imperdible que ciertas tradiciones filosóficas fomentan. Ahí podemos escuchar al ruin, pues en su mal ciertas victorias se permiten (nuestro mundo es algo corrupto). Establecer la fragilidad de la figura del autor es como profundizar en un personaje: nos acerca a cierta comprensión de su materia y en esta empatía, sin presentirlo, admitimos el horror.
El desinterés en cualquier otro hombre, en alguien verdadero quiero decir, en una plática menor y sin riesgos, es una mera circunstancia, no la catalogaría siquiera como un mal. La literatura por otro lado, es poca cosa sin jugarse la vida ¿no les parece? Leiris diría que sin esa realidad no se dignaría a ser arte. Uno podría concordar con él.